Con «La Costa de Alabastro» (Alianza) Victoria Álvarez confirma su buen olfato a la hora de atrapar lectores. De innegable trasfondo sobrenatural, su propuesta combina una cuidada ambientación y unos personajes que nos recuerdan a los mejores títulos del género

«Creemos vivir libres en el presente y sin embargo estamos condicionados, maniatados, inhibidos por recuerdos. Estos recuerdos, impresos en nuestro cerebro, se nos manifiestan en la vida bajo forma de fantasmas. Creemos ver la realidad cuando en verdad sólo vemos imágenes de nuestra memoria. ¡Hay que desafiar esos fantasmas! Ver qué es real y qué es producto de nuestro miedo a desobedecer prohibiciones». Estas palabras, pronunciadas por el escritor, terapeuta y estudioso de los lenguajes simbólicos Alejandro Jodorowsky, bien podrían servirnos para ilustrar uno de los últimos trabajos de Victoria Álvarez. Y es que la salmantina, profesora de Historia del Arte y autora de ocho novelas dirigidas tanto al público adulto como al juvenil, parece haberse especializado en tramas donde lo paranormal tiene la misma carga que lo psicológico; o dicho de otra manera, historias donde el factor humano está directamente relacionado con los episodios sobrenaturales y/o el mundo de ultratumba, ya sea de manera implícita o explícita, pero casi siempre inevitable. No en vano, La Costa de Alabastro (Alianza, 2018) nos hace pensar irremediablemente en una historia de terror ya desde la propia cubierta. Pero es que si volvemos el volumen para detenernos en la sinopsis, nuestras sospechas se confirman de inmediato. A grandes rasgos, Álvarez nos presenta a la señorita Baudin, una joven enfermera a quien reclaman en la mansión Monjoie para cuidar de una niña moribunda, Sophie Clairmont. La II Guerra Mundial acaba de terminar, y las huellas de la ocupación nazi continúan siendo visibles en la costa normanda. Si bien no son únicamente soldados los que parecen rondar por la ruinosa casa. Geraldine, la difunta madre de la niña —tan querida como perfecta—, hace sentir su presencia en las vidas de todos. Y cuando la pragmática sanitaria llega para cuidar a Sophie irá descubriendo que su patrón, el retraído señor Clairmont, también está abrumado por sus propios fantasmas.

Estructurada como un largo relato, sin división por capítulos y apenas saltos de línea y/o pausas —este es uno de los pocos errores que podemos achacarle a la obra, sobre todo de cara al lector—, La Costa de Alabastro, publicada en la colección Runas, es la enésima confirmación de que Victoria Álvarez es una de las grandes voces de la narrativa actual. Y lo es por varias razones: la prosa cuidada, las tramas envolventes, el discurso hipnótico y los personajes bien perfilados. Pero por encima de todo, la ambientación. Un sello de calidad que la distingue desde sus primeros trabajos y que nos permite sumergirnos en sus historias de un modo casi mágico. En el caso de esta su primera novela corta —contiene 151 páginas—, Álvarez vuelve a lograr ese difícil equilibrio entre «lo que se quiere contar y cómo se cuenta», algo que a menudo suele lastrar buenas ideas tanto en literatura como en cine y que impide que muchos creadores obtengan una segunda oportunidad. Únicamente por la descripción de los escenarios —naturalista, sensorial y a la vez profundamente poética— merece la pena acercarse a esta obra. Y es que lo accidentado de la geografía de la francesa Côte d’Albâtre, el clima profundamente adverso que rodea a los personajes y el recuerdo reciente de la guerra, predisponen al lector a dejarse llevar por una trama trágica con regusto a clásico.

La influencia del séptimo arte

No en vano, y como ya es habitual en su obra, La Costa de Alabastro bebe de los mejores autores de tradición decimonónica, destacando especialmente las hermanas Brontë —en el año del bicentenario de Emily resulta inevitable recordar los conflictos dramáticos presentes en Cumbres borrascosas, pero también a los protagonistas de Jane Eyre, creados por Charlotte—. Pero también hay espacio para Ann Radcliffe, Elizabeth Gaskell, Daphne du Maurier e incluso Mary Shelley, con quien Victoria comparte su precocidad a la hora de escribir. Eso por no hablar de la influencia del séptimo arte, desde la Rebeca de Hitchcock y La casa encantada, de Robert Wise, a La cumbre escarlata de Guillermo del Toro. Fuentes fecundas que complementa con su gusto por los ambientes góticos propios de la novela victoriana y de todo lo que huela a anglosajón. De los fantasmas de papel y tinta de esta novela —ya sean reales o no— podríamos escribir largo y tendido, pero obviamente no vamos a hacerlo. Y es que siempre es preferible que sea el lector quien los descubra al final de los pasillos de Monjoie, en su buhardilla semi derruida por los bombardeos o en la oscura carbonera. Eso sí, recomendamos desplegar una visión analítica a lo largo de todo el texto, pues su final, tan perspicaz como sobrecogedor, así nos lo exige.