La Cubana aterriza en Sevilla para desmontar los tópicos que rodean a los entierros con «Adiós Arturo», un ejercicio delirante y desinhibido que, en la línea de sus anteriores montajes, cuenta con sketches, música, baile y numerosos guiños al espectador. Hasta el 3 de marzo en el Teatro Lope de Vega

Habría que preguntarle a Juan Víctor Rodríguez Yagüe, director del Teatro Lope de Vega, si es casualidad o no que el nuevo espectáculo de La Cubana, Adiós Arturo, llegue una semana después de Cinco horas con Mario. Es más, sería interesante conocer si el mismo público que vino a emocionarse y aplaudir a la gran Lola Herrera, repetirá con la propuesta de Jordi Milán, lo cual resultaría, cuanto menos, curioso. Y es que huelga decir que ambos montajes representan las dos caras de una misma moneda, esto es una reflexión sobre el tránsito de la vida a la muerte, las reacciones humanas ante el ser querido que se marcha, y los tópicos que lo rodean. En el caso de Delibes, el experimento se realiza a través de los ojos de una mujer frustrada que se desahoga en el velatorio de su marido; en el de La Cubana, como un ejercicio festivo en torno a un artista inefable que también acaba de fallecer. Y ambos persiguen esa máxima de André Malraux que decía: «La muerte sólo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida». Dicho esto, y al igual que hicimos con el montaje de Josefina Molina, vamos a entrar en materia sobre Adiós Arturo, el último producto de la compañía catalana que llega para dar guerra, y mucha. Para empezar, hemos de reconocer que pocos espectáculos cuentan con una publicidad como la de esta gente: fresca, divertida y de las que entran por los ojos. Por poner un ejemplo, este pasado verano, mientras me encontraba en Bilbao por temas laborales, tuve ocasión de pasar junto al Teatro Arriaga, referente de los escenarios vizcaínos, y descubrir con sorpresa que La Cubana sería una de las atracciones estrella de la Aste Nagusia. Y lo primero que pensé fue: ¿vendrá esta obra a Sevilla? Y esto sin conocer más que al loro que asomaba en el cartel y el sucinto título.

Rompiendo la cuarta pared

La Cubana presenta ‘Adiós Arturo’. / Fotografía Joan Riedweg

No en vano, a estas alturas de la película nadie va a descubrirnos lo que ya no sepamos: que este grupo de cómicos surgido en los años 80 elabora teatro comercial; que su objetivo es hacer reír a mandíbula batiente; que no escatiman en gastos de producción y marketing; que afrontan cada espectáculo como si fuese el primero, etcétera, etcétera. Pero es que, además, y por si alguno aún no lo sabe, los componentes de La Cubana se esfuerzan por adaptar cada uno de sus títulos en función de la ciudad que visitan. Un logro al alcance de muy pocos, que rematan rompiendo la cuarta pared y haciendo partícipe al público de un modo desenfadado y carnavalesco, que ya es marca de la casa. Esto, y el hecho de aliñar todos sus montajes con el humor surrealista que los catapultó a la fama tras su alumbramiento en Sitges —sirva como ejemplo Cubana’s Delikatessen—, los convierte en un colectivo único dentro del panorama escénico español. De ahí que Adiós Arturo continúe esa línea lúdica que conquistara a los espectadores de Sevilla a finales del siglo XX —a la mente me viene Cegada de amor— e incluso llegue más allá con la experiencia que atesoran. Es decir, la comedia que nos presenta Milán parte de un texto sin complejos que deriva en una puesta en escena colorista, sorpresiva y gamberra; algo que se logra con unas interpretaciones que, aunque exageradamente histriónicas, cumplen con la tarea de enganchar al público y agitarlo constantemente en sus butacas. Gran parte de culpa la tiene el excelente trabajo de caracterización de La Bocas, la práctica y a la vez deslumbrante escenografía de Castells Planas, el vistoso vestuario de Cristina López o la pegadiza música de Joan Vives.

Un protagonista ‘nativo’

Como novedad, Adiós Arturo suma, a la ‘fauna’ habitual de la compañía, un nuevo miembro, el loro Ernesto, cuya simpatía se hace visible desde su primera aparición, y que ya sorprendiera a propios y extraños durante la promoción del espectáculo en la Plaza Nueva. Este, como es lógico, viene acompañado de su propio cuidador, y de inmediato se convierte en el perfecto anfitrión de la fiesta. En torno a él, el equipo de diez actores —cuyo ejercicio coral revela una enorme profesionalidad y una forma física envidiable— rinde como en las mejores citas ‘cubaneras’, poniendo y quitándose máscaras, cantando y bailando una mezcla de revista y music hall y luciendo pelucas, lentejuelas y plumas, muchas plumas. Y lo que es más importante, componiendo más de medio centenar de personajes ridículamente entrañables que persiguen mostrar la faceta humana de Arturo Cirera, el arquetipo del artista total, fallecido a los 101 años. Alguien que, como guiño al respetable, es nativo del lugar donde la compañía actúa —en este caso Sevilla—, y del que conocemos sus luces y sombras a lo largo de dos horas de discurso no lineal. Al margen de sus muchísimas virtudes, en el debe de la compañía continúa subyaciendo el hecho de que, pese al ímprobo esfuerzo, sus propuestas parezcan circunscribirse a ese círculo de confort en el que llevan triunfando años, si bien esto no es óbice para que espectadores de toda índole disfruten con ellos, animen a familiares y amigos, e incluso repitan un año tras otro.