«La huella del mal» es un original thriller que nos permite reflexionar sobre la violencia y la empatía del ser humano y su conexión con la prehistoria. Manuel Ríos San Martín, su autor, ha participado en series de éxito como «Medico de familia» o «Compañeros»

En la primavera de 2016 una novela ambientada en la ciudad de Vitoria llegó a las librerías dispuesta a convertirse en el fenómeno del año. O al menos esa fue mi impresión cuando devoré las 480 páginas de su primera edición en un fin de semana. Se titulaba El silencio de la ciudad blanca, y su autora, Eva García Sáenz de Urturi, era optometrista antes de dedicarse por entero a la literatura. Tras esta llegarían Los ritos del agua y Los señores del tiempo —las tres novelas, publicada por Planeta, suman más de un millón de ejemplares vendidos—. Pues bien, he vuelto a tener esa misma sensación tras concluir La huella del mal, segunda incursión literaria del madrileño Manuel Ríos San Martín tras Círculos. Una novela policíaca atípica, bien hilvanada y con un escenario irrepetible, cuya trama posee todos los ingredientes para suceder en el trono a la «trilogía de la ciudad blanca». Esta nos lleva hasta el famoso yacimiento de Atapuerca, durante una visita escolar en la que un adolescente descubre que una de las reproducciones humanas que imitan los enterramientos de nuestros antepasados es, en realidad, el cuerpo de una chica muerta. La joven parece haber sido colocada con una simbología ritual, y todas las pistas apuntan a un asesinato de características similares ocurrido seis años antes en la cueva asturiana del Sidrón, de ahí que el juez decida reunir de nuevo a los policías que se hicieron cargo entonces: Silvia Guzmán, inspectora de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta UDEV, y Daniel Velarde, un expolicía dedicado ahora a la seguridad privada. Sin embargo, nadie sabe que en el pasado ambos vivieron una relación sentimental que acabó de manera abrupta y que tuvo mucho que ver en la truncada resolución del caso.

Escenas de alto voltaje y violencia explícita

¿Y qué hace tan especial a La huella del mal, cuyo lanzamiento este mes de junio revela a las claras las intenciones de Planeta de convertirlo en el thriller del verano? Probablemente el hecho de ir más allá de lo que suelen hacerlo las novelas de diseño; es decir, aquellas cuyo contenido, personajes y demás piezas del engranaje destilan aroma comercial desde la propia cubierta. Así, Manuel Ríos, a cuyas facetas de director y guionista de cine y televisión hay que sumar un gran olfato como productor —ha participado en series de éxito como Médico de familia o Compañeros—, opta por tejer una historia atrayente cuyo principal protagonista es Atapuerca. De este modo, al igual que Camilla Läckberg construyese un imaginario en Fjällbacka o Jim Thompson elaborase su manual noir en Texas, el madrileño elige esta localización burgalesa para desplegar su catálogo de sexo y sangre. Porque, para qué nos vamos a engañar, La huella del mal no escatima ni en escenas de alto voltaje ni en violencia explícita, aunque siempre, siempre, de manera justificada. La razón hay que buscarla en su ingeniosa conexión con la prehistoria a la que tanto cita y de la que tanto nos enseña, así como en la evolución del propio ser humano a lo largo de los siglos. Por eso no debe extrañarnos que, junto a sus capítulos cortos, sus referencias musicales —de Joaquín Sabina a Amy Winehouse— y la constante presencia de las redes sociales, sus páginas ofrezcan reflexiones filosóficas salidas de las mentes de Plauto («El hombre es un lobo para el hombre») o Rousseau («El hombre es bueno por naturaleza»).

Asesores de primer nivel

Pero además de su atractivo envoltorio, su inteligente tratamiento del whodunit y su discurso naturalista y trascendente, las 576 páginas de La huella del mal son un ejercicio divulgativo necesario, tanto de la grandeza de nuestro patrimonio arqueológico como de los métodos actuales de los Cuerpos de Seguridad del Estado. Para ello, Manuel Ríos ha visitado los escenarios naturales, diseñado la estructura sin prisas —el final es sorprendente— y contado con asesores de primer nivel, desde historiadores a taxidermistas, pasando por los paleoantropólogos Juan Luis Arsuaga y José María Bermúdez de Castro, máximos responsables de las excavaciones de Atapuerca. Y eso se nota. Como también sobresale su ramillete de términos informáticos (Deep Web, Virtual Box, VPN…), sus guiños a Juego de Tronos o su repetido uso del cliffhanger. Recursos bien administrados que, si bien pueden convertir a la novela en un producto caduco a la larga, nos ayudan a sumergirnos en ella como si de una serie se tratase. Por cierto que este formato televisivo, de confirmarse el éxito que presagio, llegará más pronto que tarde.