Teatro Clásico de Sevilla celebra el V Centenario de la Primera Vuelta al Mundo con una original visita al Real Alcázar. De la Puerta del León a los Baños de María de Padilla, los espectadores disfrutarán en compañía de Fernando de Magallanes, Beatriz Barbosa o Antonio Pigafetta
A inicios de siglo XVI, cuando se preparaba la expedición a las islas de las Especias que cambiaría la historia del mundo, Sevilla era la mayor y más populosa urbe de Castilla y una de las grandes de Europa, junto a París, Nápoles y Londres. Su población, superior a los 50.000 habitantes, contaba con una gran expansión, apoyada en sólidas bases y con una variedad étnica sorprendente. De entre sus muchos atractivos sobresalían un amplio recinto amurallado, una mezquita mayor transformada en catedral y un conjunto inimitable de iglesias, conventos, palacios y edificios notables, a los que se sumaba un puerto fluvial en estrecha conexión con Sanlúcar de Barrameda y otros puntos del litoral andaluz, desde Palos a Cádiz. Pero si hay que mencionar un espacio único dentro de la geografía urbana hispalense ese es sin duda el Real Alcázar, tanto por su carácter fortificado y palaciego, como por haber servido de sede de la realeza desde sus orígenes en el siglo X. Ampliado y hermoseado tanto por los reyes de taifas como por los califas almohades y los soberanos cristianos, fue residencia frecuente de los Reyes Católicos hasta principios del XVI —aquí nació su hijo Juan—, y en 1526, escenario de la boda del emperador Carlos V con Isabel de Portugal. Pero el valor del Alcázar no concluye aquí, pues durante el Siglo de Oro su jurisdicción se extendía desde las Atarazanas a la Catedral, pasando por el río Guadalquivir y la Torre del Oro, de forma que tanto los organismos de las Indias como gran parte de las dotaciones portuarias recaían bajo su órbita.
Un huésped muy particular
A finales de septiembre de 1517, Jorge de Portugal y Melo es Alcaide del Alcázar, uno de los puestos más distinguidos de la ciudad. A su derecha se encuentra el comendador de la Orden de Santiago, Diego Barbosa, viejo marino curtido en las rutas portuguesas a las Indias Orientales, que obtuviese su título en la guerra de Granada. Este será el responsable de que otro luso, Fernando de Magallanes, se instale en Sevilla con objeto de acceder al rey. Y es que, como un nuevo Cristóbal Colon para el que no hay nada imposible, el recién llegado aspira a lograr para Castilla lo que su patria le ha negado. Esto es, hallar una ruta hacia las Molucas, el paraíso de la nuez moscada, la pimienta o el clavo, viajando hacia occidente. Para ello necesita convencer a un monarca ávido de triunfos para afianzarse en el trono, y lo cierto es que la jugada le sale perfecta. Desde la morada del teniente Barbosa, en el mencionado Alcázar, Magallanes viaja a Valladolid para entrevistarse con el nieto de Isabel y Fernando; y tal como anhela, el joven Carlos no solo aprueba su plan, sino que accede a concederle el título de Adelantado y Capitán General de la Armada, proporcionándole cinco naves para ejecutar el proyecto. Como colofón a su buena suerte, el de Sabrosa tiene un hijo varón con la hija menor de su anfitrión —desposará a Beatriz Barbosa al poco de arribar a Sevilla— y espera un segundo vástago al poco de su partida en agosto de 1519. Todo ello en apenas dos años y pese a las dificultades que entrañaba preparar una expedición de tal calibre.
De Sanlúcar a Cabo Verde
Con estos jugosos mimbres —narrados por sus protagonistas en primera persona— se inicia el viaje de exploración por las entrañas del Alcázar, que acaba de ver la luz con motivo del V Centenario de la Primera Circunnavegación de la Tierra. Un periplo nocturno que arranca en la Puerta del León y continúa por estancias como la Sala de la Justicia, el Salón de Embajadores, el Patio de las Doncellas o la Galería del Grutesco. Auténticas joyas del patrimonio hispalense que lucen de un modo especial tras la puesta de sol. Guiados en primera instancia por el mismísimo Magallanes —personaje encarnado por un estupendo José Chaves, que dota de veracidad y pasión al marino—, los interesados en la propuesta nocturna conocerán los entresijos de la gesta naval más importante de la Historia de un modo comprensible y ameno; se emoci
onarán con Beatriz Barbosa y su loable fidelidad a su esposo —Andrea Haro pone rostro y talento a la joven dama, junto a Lara Grados y Alicia Moruno—; y se sorprenderán al descubrir los aspectos más oscuros de la expedición. En este apartado son primordiales las figuras de la marquesa de Avellaneda —una correctísima Isabel Lozano— y el marinero de Castilleja de la Cuesta Juan de Aguilar —el siempre solvente Nacho Bravo—. Un reparto al que se suman la bailarina Violeta Casal y el músico Chiqui García, quienes encarnan la faceta más poética del espectáculo. Pero la ruta no acaba aquí, pues durante la segunda parte los espectadores descubrirán la verdadera dimensión de la aventura gracias al cronista oficial de la misma, el italiano Antonio Pigafetta. Un personaje encarnado por un actor veterano, Joserra Leza, que consigue atrapar a propios y extraños con su discurso grandilocuente. Él es el responsable de guiarnos a través de los hermosos jardines, de narrarnos las penurias acaecidas en el Pacifico e informarnos del destino final de Magallanes. Un atractivo recorrido que no escatima en detalles —de Sanlúcar a Cabo Verde, el relato es fascinante— cuyo colofón tiene lugar en los Baños de María de Padilla mediante la técnica del «mapping». Y es que, pese a sus 75 intensos minutos, el paseo se pasa volando. ¿Y quienes son los responsables de esta instructiva visita? Ni más ni menos que Teatro Clásico de Sevilla, verdadero referente de las artes escénicas, liderado por Juan Motilla y Noelia Díez. Un equipo que, muy acertadamente, ha depositado su confianza en Alfonso Zurro para dirigir el proyecto con profesionalidad y elegancia. Estas son la principales características de su sello, y al igual que ocurre con los montajes para sala —Luces de Bohemia y La Principita son los mas recientes—, su tratamiento del texto brilla por sí solo. A él se debe la calidez y cercanía que proyectan los actores, y también el didactismo que impregna la totalidad de la experiencia; ello pese a su irrecusable devoción por Magallanes —Elcano sólo se menciona una vez— y las limitaciones dramatúrgicas del formato.