El viejo continente cuenta con la «protección» de seis nombres destacados de la historia de la Iglesia. Nacidos en Italia, Grecia, Suecia y Polonia entre los siglos VI y XIX, la cifra podría verse ampliada próximamente
Ni uno, ni dos, ni tres. Hasta seis son los patronos con los que cuenta Europa para interceder por sus habitantes. Tres de ellos son mujeres, y la otra mitad hombres, comenzando por San Benito de Nursia, que fue nombrado el 24 de octubre de 1964. De este religioso podríamos hablar largo y tendido, pues fue, junto a San Agustín de Hipona, el fundador del monacato occidental. Nacido hacia el año 480 en la provincia de Perugia (Italia), tras formarse debidamente en Roma, comenzó a practicar la vida eremítica en el municipio de Subiaco. Allí encontró a varios discípulos que lo acompañarían en su proyecto, trasladándose años después a Casino, donde levantaría la célebre abadía de Montecasino y redactaría la Regla de la vida monástica, cuya difusión le valió el ser llamado «Padre de los monjes de Occidente». La importancia de esta obra es tal, que el propio emperador Carlomagno encargaría una copia en el siglo VIII, invitando a seguirla a todos los monasterios de su imperio, y ordenando que los monjes se aprendiesen de memoria cada capítulo. San Benito murió en Montecasino el 21 de marzo del año 547, estableciéndose su fiesta el 11 de julio. A través de la Carta Apostólica Pacis nuntius, Pablo VI lo proclamó patrón de Europa por el extraordinario influjo que ejerció personalmente y a través de sus seguidores en establecer las raíces cristianas de este viejo continente.
Los Apóstoles de los eslavos
Los siguientes nombres en la lista son los santos Cirilo y Metodio, quienes eran hermanos y vieron la luz en Salónica (Grecia), un núcleo destacado del Imperio bizantino en el siglo IX. El mayor de ellos, Metodio, tenía por nombre de pila Miguel, y vino al mundo entre el 815 y el 820, según los expertos. Su hermano menor, aunque conocido posteriormente como Cirilo, fue bautizado como Constantino, y su fecha de nacimiento se estima alrededor del 827. El padre de ambos era un alto funcionario de la administración imperial, y, tras su muerte, Cirilo marchó a Constantinopla a formarse, llegando a ocupar el cargo de bibliotecario de la basílica de Santa Sofía. Por su parte, Metodio inició una carrera política que le llevaría a ser gobernador de una provincia bizantina en la que vivían muchos eslavos. Pero la vocación religiosa le impulsó a retirarse a un monasterio en Bitinia (Asia Menor), situado en la falda del monte Olimpo. Más tarde, Cirilo haría lo propio en un cenobio del Mar Negro, uniéndose ambos a partir del 862 para cumplir una misión encomendada por el príncipe Ratislav I. Esta consistía en llevar el cristianismo a la Gran Moravia, un estado formado en aquella época por diversos pueblos eslavos de Europa Central. Al ser hijos de madre búlgara, conocían bien esa lengua y pudieron traducir al eslavo las Sagradas Escrituras. Cirilo fallecería en el 869 en Roma, mientras que su hermano, que fue consagrado obispo para el territorio de la antigua diócesis de Panonia (sector occidental de Hungría), lo haría en el 885. A su muerte, sus seguidores serían perseguidos, pero su siembra evangélica no cesó de producir frutos. Por todo ello, Juan Pablo II los nombró copatronos de Europa el 31 de diciembre de 1980.
La sueca que peregrinó a Compostela
Santa Brígida, primera de las tres santas proclamadas copatronas de Europa, y cuyo nombre significa «Aquella que es poderosa y fuerte», nació en el año 1303 en el seno de una familia aristocrática de Finsta (Suecia). Siendo muy joven —apenas catorce años—, contrajo matrimonio con un noble llamado Ulf Gudmarsson, del que tuvo ocho hijos, a los cuales educó piadosamente —tanto que una de sus hijas, Catalina, llegaría a convertirse en santa, como su madre—. Tal fue el compromiso cristiano del matrimonio, que juntos fundaron un pequeño hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos, y Brígida llegaría a impartir clases en la corte de Estocolmo. Y era tal su buen juicio, que aportó no pocos consejos a príncipes y soberanos. Sabemos de su presencia en España en 1341, cuando peregrinó con su marido a Santiago de Compostela, a la vuelta de cuyo viaje este enfermó gravemente. Tras la muerte de Ulf, la futura santa se estableció en Roma, y al haber recibido abundantes revelaciones desde los siete años de edad, se convirtió en mística. Fue también fundadora de una orden monástica dedicada al Santo Salvador, compuesta tanto por monjes como por monjas. Y aunque la Iglesia no se pronuncia sobre las revelaciones, supo acoger la autenticidad global de su experiencia interior, siendo reconocida por Juan Pablo II como modelo de unidad eclesial, al proceder de unas tierras que, por culpa de la Reforma Protestante, hoy viven separadas de la comunión con la Iglesia de Roma. El 1 de octubre de 1999, dicho Papa la reconoció como figura destacada del continente a través del Motu Proprio.
Una patrona analfabeta
Ese mismo día, Karol Wojtyla incluiría en el copatronazgo a Santa Catalina de Siena, nacida el 25 de marzo de 1347 en el seno de una familia numerosísima —era la vigésimo cuarta hija de Santiago y Lapa Benincasa—. Ya desde los primeros años demostró una enorme inclinación por lo sagrado, ingresando, tras cumplir los quince, en la Tercera Orden de Santo Domingo, y comenzando una vida de penitencia muy rigurosa. Tal era su afán por ayudar a los demás, que pese a no saber leer ni escribir, dirigió afligidas y sabias cartas a Papas, reyes, jefes y gentes humildes del pueblo, utilizando a amanuenses que las redactaban por ella. Tal fue su compromiso social y político, que hubo de rendir cuentas antes los dominicos en 1377. Sin embargo, su popularidad fue creciendo cada vez más, y muchas personas, incluso clérigos, se reunieron en torno a ella como discípulos, reconociéndole el don de una maternidad espiritual. Sus cartas y escritos —entre los que sobresale «Diálogo sobre la Divina Providencia»— se propagaron por toda Italia, alcanzando igualmente al resto de rincones de Europa. En los albores del Gran Cisma de Oriente y Occidente, aceptó el llamamiento de Urbano VI para que fuese a Roma. Allí enfermó y murió rodeada de sus muchos discípulos el 29 de abril de 1380, recién cumplidos los 33 años. Una de sus últimas frases fue: «Tened por cierto, queridísimos, que he dado la vida por la santa Iglesia». Fue canonizada el 29 de abril de 1461, en 1939 fue declarada patrona de Italia junto con San Francisco de Asís, y el 4 de octubre de 1970 Pablo VI la proclamó doctora de la Iglesia.
Filósofa, feminista y carmelita
La última de las copatronas europeas es la filósofa, mística y monja carmelita Edith Stein, nacida en 1891 en la ciudad polaca de Wroclaw, y que pasaría a la historia como Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Perteneciente a una familia judía de once hermanos, se quedó huérfana de padre antes de cumplir los dos años. La madre, al quedarse sola, debió hacer frente al cuidado de la familia y la hacienda, no logrando mantener en los hijos una fe viva, por lo que Edith se olvidó incluso de rezar. A partir de 1911, y tras estudiar germanística e historia en la universidad, volcó sus intereses en la filosofía y el feminismo, llegando a formar parte de la Asociación Prusiana para el Derecho Femenino al Voto. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, la joven hubo de servir como enfermera en un hospital militar austríaco, y, acabada la contienda, retomó los estudios. Una mañana, en Frankfurt, observó cómo una aldeana entraba en la catedral con la cesta de la compra, quedándose un rato para rezar. Este episodio, sumado a su amistad con el filósofo converso Adolf Reinach, hizo que Stein volviese los ojos hacia Jesús. Aunque su punto de inflexión tendría lugar en el verano de 1921, al caer en sus manos el Libro de la Vida de Santa Teresa de Ávila, que devoró en una noche. Meses después se bautizó, y en los años siguientes trabajó como profesora, hasta obtener una cátedra en el Instituto de Pedagogía científica de Münster. Sin embargo, su vocación religiosa la llevó a ingresar como carmelita en Colonia, en 1933. Tras el auge nazi, Sor Teresa marchó a un convento de los Países Bajos, siendo detenida en 1942 por la Gestapo y conducida al campo de concentración de Westerbork. La razón de esta injusticia fue una venganza contra el comunicado de protesta de los obispos católicos holandeses por las deportaciones judías. Al amanecer del 7 de agosto de ese año, una expedición de 987 judíos partió hacia Auschwitz; en la misma iba Sor Teresa Benedicta de la Cruz, quien junto con su hermana Rosa y muchos otros vecinos de su pueblo, murió en las cámaras de gas dos días después. El 1 de mayo de 1987 fue beatificada en Colonia por Juan Pablo II, un Papa que, como todos sabemos, también llegaría a santo y que, si prospera la iniciativa creada en 2019, podría erigirse como doctor de la Iglesia y séptimo copatrón de Europa. De hecho, fue su compatriota polaco, el cardenal Dziwisz, quien se lo propuso a Francisco, y desde entonces se han recogido miles de firmas a su favor en todo el mundo.