La editorial Algaida publica «El testamento de Mr. Hyde», novela de Andrés González-Barba que revisita uno de los títulos más aclamados del escritor Robert Louis Stevenson. Para fans de la literatura victoriana

«Y el tesoro de la isla / yace bajo algunas rimas / en la cumbre prohibida / de Vaea, en Vailima», cantaba Luis Eduardo Aute a inicios de los años ochenta, mientras Long John Silver asomaba en la portada de la edición juvenil de Anaya, con pelo azulado y loro al hombro. Era la época de la movida, los dos canales de televisión, Indiana Jones en busca del arca perdida y el Mundial de Naranjito. O lo que es lo mismo, del tiempo sin tiempo en que la imaginación campaba a sus anchas en tardes interminables, los sueños se materializaban en la plaza del barrio y las bibliotecas no competían siquiera con los videoclubs. En esos años, Andrés González-Barba acababa de irrumpir en la EGB, ajeno a los relatos impregnados de misterio, niebla y sabor gótico que le fascinarían más adelante. Tendría que sumar varios cursos —y un buen puñado de lecturas— hasta que su tierno apetito trocase la serie azul de Barco de Vapor por las glorias de Defoe, Dumas y Verne. Y de ahí hasta Conan Doyle, cuya creación más arquetípica le cambiaría la vida para siempre. Los datos de Google Maps indican que de Baker Street a Heriot Row hay 376 millas; si bien, para los que amamos la literatura, el despacho de Sherlock Holmes y el hogar de «Lou» Stevenson no poseen otra dirección que las páginas de un libro. Y eso lo tiene presente el autor de la obra que nos ocupa, cuya afición pronto trocó en pasión, arte y oficio: leer a los grandes clásicos y jugar a replicarlos. ¿Hay locura más hermosa?

Un tributo al escritor escocés

Tumba de Stevenson en Samoa

El testamento de Mr. Hyde es novela y homenaje. Lúcido retrato de una época y una sociedad donde «las farolas de gas temblaban trémulas», la ciencia y la medicina daban pasos agigantados y las ideologías se desarrollaban día tras día en todos los rincones de Europa. Un momento histórico que nos fascina y desconcierta a partes iguales y que supuso una nueva edad de oro para la letra impresa. En ese contexto, Peter Stewart, admirador de la obra de Stevenson, recibe un curioso encargo: buscar a la persona que se oculta tras Mr. Hyde, alter ego de uno de los científicos más famosos de la cultura popular, el doctor Henry Jekyll. A través de un vertiginoso periplo, Stewart emprenderá un viaje sin retorno por distintos escenarios que culminará en Samoa, donde el autor de La isla del tesoro yace enterrado en una tumba situada en la cima del Monte Vaea. Con este argumento en las manos, el lector se preguntará, ¿es esta una novela de aventuras, un thriller histórico o un relato de misterio? Es todo eso y mucho más, como se anuncia en la contraportada. Pero, fundamentalmente, es un tributo al intrigante Tusitala («el que cuenta historias») de origen escocés, que impulsará a muchos a descubrirlo y a otros a profundizar sobre su figura. No hay más que leer el arranque para confirmar la devoción que nuestro novelista le profesa: «Todo lo que he logrado en mi vida se lo debo a Robert Louis Stevenson».

El mito del doble

Dividida en dos partes claramente diferenciadas —la editorial Algaida acierta al utilizar papel de distinto color para las páginas finales—, y pese a su envoltorio netamente victoriano, El testamento de Mr. Hyde ostenta la infrecuente virtud de la sencillez en un género habitualmente profuso. Desde el retrato de su protagonista, un humilde maestro de escuela que nos sumerge en la historia con su discurso en primera persona, a la trama única, sólida y lineal, que representa la búsqueda de su objetivo. No obstante, contrariamente a lo que cabría esperar, esta no es una historia de buenos y malos o de vencedores y vencidos. Como ocurre en la obra original —a la que González-Barba vuelve una y otra vez, diseccionándola con pericia—, la dualidad es el eje central del relato. Un leit motiv que remite a la fuente germana, el Doppelgänger o mito del doble maligno de las personas, que apareciera por primera vez en 1796 de la mano de Jean Paul. De ahí que, al margen de Scotland Yard, la muerte acechando en cada esquina y el rico aroma a whodunit, este atractivo pasatiempo ambientado en 1913 supone un ejercicio idóneo para reflexionar sobre la complejidad del ser humano, la libertad de elección y los límites impuestos por la sociedad. Es decir, posee todos los atractivos de la nouvelle de 1886, pero además incluye las claves para entender a su hacedor. Y en este sentido, el responsable de títulos como Los diarios de Regent Street o El enigma Murillo sorprende por su capacidad para desligar al autor del fan, al transmisor del entusiasta, siempre en pos de la credibilidad. Por eso nos cuesta tanto discernir entre la realidad y la ficción y entre lo onírico y prosaico, lo cual da buena cuenta de su esfuerzo. Por último, cabe mencionar el buen tratamiento del ritmo en base a capítulos cortos, la exquisita ambientación y la descripción de los lugares comunes y no comunes —desde Londres a Honolulú pasando por San Francisco—, y ese punto marcadamente british por el que sentimos debilidad.