Mireia Gabilondo dirige la adaptación teatral de «El sirviente», con Pablo Rivero y Eusebio Poncela en los roles protagonistas. Drama, suspense y unas gotas de erotismo son sus principales bazas. Todo en el Teatro Lope de Vega
Ambientada en Londres pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, El sirviente, novela breve del escritor británico Robin Maugham, es un relato confesional que podría considerarse una reescritura de El retrato de Dorian Gray. Narrado en primera persona por un personaje llamado Richard Merton, sus páginas cuentan la historia de Anthony, su íntimo amigo de la guerra, que va cayendo progresivamente bajo la influencia de su nuevo y extraño mayordomo, Barrett. Tal es su poder de persuasión, que Tony rompe sus vínculos con toda vida anterior, incluyendo sus amistades, dejándose arrastrar hacia un estado de sumisión que raya lo siniestro. Joseph Losey, quien se encargó de dirigir su adaptación cinematográfica en 1963, veía paralelismos con la obra de Oscar Wilde, pero también con el mito de Fausto, recreado por autores de la talla de Marlowe y Goethe. Para él, El sirviente «escenifica la lucha de clases en la estratificada y conservadora sociedad británica, pero también explora el alma humana y sus dificultades». Asimismo su argumento «trata las relaciones de poder a nivel doméstico, social, psicológico y sexual, desarrollando el tema del intruso como elemento desestabilizador, a partir del cual todo se puede alterar». Es decir, pese a las diversas lecturas que sugiere —todas sumamente interesantes—, es el cambio de roles entre amo y criado lo verdaderamente trascendente de la historia. Por otra parte, y al igual que ocurriese en las obras de Tennessee Williams, la homosexualidad impregna todas las páginas del texto, convirtiéndolo en un drama psicológico de gran hondura, el cual también está latente en cada fotograma de la película. Ello se debe a la condición sexual del propio autor, quien por cierto era hijo de un vizconde, formó parte del partido laborista e incluso accedió a la Cámara de los Lores alertando sobre la impunidad de la trata de personas. Su tío, con quien compartía la pasión por las letras, era nada más y nada menos que Somerset Maugham, responsable de títulos como El velo pintado, El misterio de la villa o Conociendo a Julia, novelas de gran éxito comercial y llevadas a la gran pantalla.
De Pinter a Del Amo
En su salto de las páginas al celuloide, la obra de Maugham pasó por las manos de todo un Premio Nobel, el prestigioso dramaturgo Harold Pinter, quien merced a este trabajo obtuvo galardones como el BAFTA o el del Círculo de Críticos de Cine de Nueva York, aumentando notablemente su prestigio. En el caso de la versión que nos ocupa, pese a que el propio autor la adaptó para el teatro en 1958 y Luis Escobar la tradujo al español en 1967, esta nueva traslación ha corrido a cargo del polifacético Álvaro Del Amo, conocido por la película Amantes, de Vicente Aranda, de la que firmó el guion. Con producción de Seda y Tanttaka Teatroa, esta loable revisión de El sirviente está dirigida por Mireia Gabilondo, actriz, directora y guionista guipuzcoana, popular gracias a sus papeles en series de Euskal Telebista. Y decimos bien, «revisión», porque, aunque su propuesta se ambienta estéticamente en el Londres de posguerra —el mismo de la novela original—, son varios los elementos que la alejan de Maugham. Especialmente la dramaturgia, que alterna momentos tensos y de una importante carga dramática, con secuencias repletas de ironía y guiños al público que, en ocasiones, produce la hilaridad. O lo que es lo mismo, apoyada en el trabajo de escenografía y vestuario de Ikerne Giménez —de un gran gusto y funcionalidad—, así como en la música deliciosamente hitchcockniana de Fernando Velázquez, la responsable de la adaptación escénica de El florido pensil establece un juego de dualidades a varias escalas, dejando que sea el espectador quien advierta la línea fronteriza que existe entre clases sociales, pero también en cuanto al género al que pertenece el montaje. «Una relación de poder donde cohabitan la ambigüedad, la sumisión y la manipulación», según la directora.
Poncela en estado puro
En este sentido, el trabajo actoral es fundamental a la hora de dar vida a un texto complejo y lleno de aristas. No ya a la hora de abordar sus diálogos, tan bien escritos como interpretados, sino, lo que es más complicado, al enfrentarse al subtexto. Comenzando por Carles Francino, que aquí encarna a Richard, el gran amigo de Tony, cuya voz y presencia escénica le permiten conectar con el público desde su primera intervención; y continuando con Lisi Linder, cuyo papel de Sally es ejecutado con solvencia y muchísima elegancia. Asimismo Sandra Escacena convence en los papeles de Vera y Mabel, dos muchachas con ansias de medrar (y con la líbido por las nubes) que aportan la necesaria dosis de ingenuidad, frescura y erotismo. En suma, todos cumplen en unos roles que, como es de suponer, siempre están al servicio de los protagonistas, aquí encarnados por Pablo Rivero y Eusebio Poncela. Del primero hemos de decir que su carrera continúa in crescendo, y que, tras la fama obtenida en la serie Cuéntame como pasó, con El sirviente viene a confirmar su capacidad para enfrentar cualquier reto, máxime si tiene a su lado a una fiera de los escenarios como Eusebio Poncela. Alguien que posee el don de atraer las miradas con solo girar la cabeza, y cuyo talento para mimetizarse roza lo sobrenatural. En consecuencia, Rivero cumple con nota dando vida a Tony —al igual que su trayectoria, va de menos a más—, mientras que Poncela no hace sino emular al legendario Julio César, pero en este caso vestido de mayordomo: Veni, vidi, vici.