La recordada protagonista de «Solas», Ana Fernández, vuelve a demostrar su genio en el escenario interpretando a Constance, la protagonista de «El lunar de lady Chatterley», versión libre del clásico de D. H. Lawrence. Una de las propuestas indispensables de la temporada en el Teatro Lope de Vega
«La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes». Así comienza El amante de lady Chatterley, la obra cumbre de David Herbert Lawrence (1885-1930), que tras ser publicada en 1928 supuso un escándalo sin parangón en la convencional y puritana sociedad británica. Tanto es así que llegó a sufrir varias censuras, estando prohibida durante treinta años en Inglaterra, para considerarse, años después, como una de las novelas eróticas más importantes de la Edad Moderna. Su argumento nos presenta a Constance, casada desde 1917 con el acaudalado sir Clifford Chatterley, quien fue herido fatalmente en la Primera Guerra Mundial y se vio confinado en una silla de ruedas, convirtiéndose desde ese momento en un despojo humano, una sombra, imposibilitado para satisfacer a su mujer. Retirados en su mansión campestre, Constance observa impotente cómo su vida y su juventud se escapan irremediablemente. Por un lado ama a su marido, pero por otro tiene unas necesidades naturales que reparar. Este problema se resolverá con la aparición de Oliver Mellors, el guardabosques de la propiedad, un hombre fuerte, desinhibido y salvaje, que se encargará de proporcionar a Constance lo que su marido ya no puede darle.
La condición femenina en tela de juicio
Con este rotundo material entre las manos, Roberto Santiago —escritor, dramaturgo y cineasta responsable de títulos como El penalti más largo del mundo o Futbolísimos—, construye un monólogo de poco más de una hora en el que Constance Chatterley se enfrenta a su juicio por adulterio que bien podría considerarse un capítulo más de la novela de Lawrence. Un acto de defensa unipersonal que nos permite contemplar a una mujer frente a un tribunal exclusivamente masculino donde el discurso va más allá de la pura anécdota. En este sentido, El lunar de lady Chatterley, que es como se titula esta interesante propuesta, es un espectáculo que versa sobre la condición femenina, sobre esas razones por las que mujeres de todas las épocas y lugares han luchado durante siglos: la verdadera independencia, la verdadera emancipación y la verdadera necesidad de tomar sus propias decisiones. Proclama que, pese a beber de una obra publicada hace noventa años, continúa vigente en nuestros días. No en vano, tanto el texto original como esta versión libérrima de Roberto Santiago, enlazan con otros títulos claves sobre la reivindicación de la femineidad, como Casa de Muñecas, del noruego Henrik Ibsen —un monumento de la dramaturgia que tendremos ocasión de disfrutar en este mismo recinto a lo largo de 2019—, Madame Bovary, de Gustave Flaubert, o Yerma, de Federico García Lorca.
Una actriz de raza
Pero al margen de ese lunar, de la pequeña e indeleble mancha impresa en el cuerpo de la protagonista, la Constance Chatterley de Marzo Producciones —estrenada hace un año en el Teatro Español de Madrid— es una mujer incomprendida y luchadora que se enfrenta a toda una sociedad intolerante. Un papel inapelable y legendario que solo podía ser interpretado por una actriz de raza como Ana Fernández, adecuadamente vestida por la emeritense Montse Sancho (Celda 211, La otra mirada). Y es que la ganadora del Premio Goya por Solas, de Benito Zambrano, es el cuerpo tajante, la voz calculada y el alma solemne de la mujer que se defiende huérfana ante un auditorio ladino con todas las de perder. Una suerte de Hester Prynne del siglo XX —resulta inevitable recordar a la protagonista de La letra escarlata—, que pese a los dedos acusadores que la fustigan de antemano está convencida de su suerte, pues, como bien dijo André Malraux: «prendida a su sexo contra el disgusto y la muerte hubiera podido no encontrar en el amante otra cosa que un fantasma o un enemigo». Su papel, todo un recital de arte, talento y oficio, destila pasión, dolor e ironía, y consigue traspasar incluso al más impasible de los espectadores como una saeta de fuego. Un trabajo que le debe mucho a Roberto Santiago, el autor del libreto, pero también al director Antonio Gil, e incluso a su ayudante, el gaditano José Troncoso, quienes desde la discreción han sabido levantar un obelisco contra los prejuicios y las injusticias, pero en este caso poético. En el apartado técnico destaca el espacio sonoro de Iñaki Rubio, el cual se suma a la iluminación acompasada de Gustavo Pérez Cruz y la escenografía sorprendente, por lo esencial, de Sean Mackaoui.