¿De dónde procede la tradición de los Reyes Magos? ¿Qué significan sus nombres? ¿Por qué Baltasar se representó como un hombre de raza blanca durante toda la Edad Media? ¿Es cierto que existió un cuarto rey llamado Artabán? Si quieres conocer las respuestas a todas estas preguntas, lee nuestro artículo especial dedicado a la Epifanía.

Mucho se ha hablado y especulado sobre Melchor, Gaspar y Baltasar, los mágicos personajes que cada  madrugada del seis de enero irrumpen en nuestras casas para regocijo de niños y padres. Para empezar sabemos que sus nombres no se mencionan en el capítulo 2 del Evangelio de San Mateo, quien se refiere a ellos únicamente como «unos magos que venían de Oriente», sin añadir ni el número, ni la naturaleza de sus regalos ni nada relativo a su realeza. ¿De dónde surge entonces la tradición que conmemoramos en España y en otros rincones del mundo? Pues de los llamados «evangelios apócrifos» o extracanónicos, como el Libro sobre el nacimiento de la beata Virgen y la infancia del Salvador, también conocido como Pseudo Mateo, compuesto en latín hacia el siglo VI. En él, por citar un ejemplo, se afirma que dichos señores no llegaron a adorar a Jesús en Belén al poco de nacer, sino más bien al cabo de veinticuatro meses y en Nazaret. Algo que entraría en relación con la orden del rey Herodes de asesinar a todos los niños menores de dos años. Una vez en casa de María y José, los exóticos visitantes les ofrecerían dones conjuntos espléndidos, amén de los tres regalos individuales con los que los identificamos actualmente. Y es que si acudimos a las investigaciones más recientes, como las llevadas a cabo por Franco Cardini, Massimo Centini o Santino Spartà, estaríamos ante un grupo de sacerdotes persas o astrólogos árabigo-caldeos, probablemente babilonios, que estudiaban el curso de los astros y su relación con la Historia de la Humanidad. Los mismos que seguirían de cerca los anhelos mesiánicos de los judíos desde que se vieron forzados a permanecer en Babilonia, en tiempos de Nabucodonosor (siglo VII a.C.). Otros textos que mencionan a los legendarios personajes son el códice Arundel, redactado en el siglo XIV a partir del Pseudo Mateo —actualmente se atesora en el Museo Británico de Londres— y el códice Herenford, con fecha estimada de composición en el siglo XIII y basado en el Protoevangelio de Santiago, otro destacado apócrifo. Ambos ofrecen la descripción detallada más antigua que se conserva de los magos: ataviados con calzones sarabare típicos de Irán y amplios vestidos, piel oscura y gorros frigios. O lo que es lo mismo, a la moda persa o escita.

Baile de números

Adoración de los Reyes Magos. El Greco. 1568

Pero la bibliografía no acaba aquí. En el Evangelio árabe de la Infancia, uno de los apócrifos más tardíos —redactado en árabe y sirio y conservado en la Biblioteca Ambrosiana de Milán—, se recuerda que existía una profecía de Zaradusht o Zaratustra sobre el nacimiento del Niño, al que los magos ofrecen los dones del oro, el incienso y la mirra. Tras la veneración, y a modo de agradecimiento, María les haría entrega de uno de los pañales recién usados por Jesús, con el que emprendieron el regreso a su patria. Allí fueron recibieron por reyes y príncipes, ante quienes honraron el regalo encendiendo un fuego y arrojándolo a las llamas. Al no sufrir desperfectos, todos reconocieron su carácter sagrado. El relato zoroátrico incluye asimismo un dato sobre los adoradores de Cristo que nos hace dudar del número. Este dice así: «Alguien opinó que fueron tres, según el número de los dones, otros dijeron que eran doce hombres, hijos de sus reyes; y otros aseveraron que eran diez, de estirpe real y acompañados con un séquito de cerca de mil doscientos hombres». Según el libro Mitos y ritos de la Navidad, del periodista Pepe Rodríguez, en el siglo III, algunas representaciones en templos mostraban sólo a dos personajes, mientras que en las catacumbas romanas aparecían como dos o cuatro, e incluso llegaron a ser media docena en algunas pinturas del siglo IV. Para zanjar la cuestión, en el siglo IV los teólogos Orígenes y Tertuliano establecieron el número en tres.

Una raza indigna

Una de las primeras representaciones de los Reyes Magos. Basílica de San Apolinar el Nuevo. Rávena (Italia)

Teniendo en cuenta que el término griego «Magoi» viene a designar a hombres de clases educadas varias, hemos de deducir que los magos fuesen considerados de nacimiento noble, educados, ricos e influyentes. Es decir, filósofos o consejeros de la realeza entendidos en toda la sabiduría del antiguo Este. Estos, según Mark Kidger, del Centro Europeo de Astronomía Espacial (ESAC), se dedicarían a interpretar las «señales» que veían en el cielo, una de las cuales sería una estrella «nova», la cual les pudo guiar desde el Mar Caspio, a unos 1.300 kilómetros de Belén. En cuanto a su realeza, la teología moderna se inclina por una interpretación de las palabras del profeta Isaías que rezan: «Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento». Por otro lado, los nombres Melchor, Gaspar y Baltasar aparecen por primera vez en un mosaico del siglo VI de la basílica de San Apolinar Nuevo, ubicado en Rávena (Italia). En dicha imagen, los magos se representan vestidos al estilo persa, con la particularidad de preceder a un cortejo de santas. Como curiosidad, los tres son de raza blanca, pues no será hasta siglos después cuando se introduzca la figura del rey negro. Concretamente a partir de los Renacimientos, cuando ya no se representaban a personas, sino a «pueblos». Así, los tres continentes antiguos —Europa, Asia y África— debían de estar aludidos por cada uno de los reyes magos como muestra de aceptación hacia el Mesías. Pero, ¿por qué razón no se consideró digna a esta raza hasta ese momento? La respuesta hay que buscarla una vez más en los textos sagrados, concretamente en el Antiguo Testamento, cuando uno de los hijos de Noé, Cam, se burló de su padre al encontrarlo borracho y desnudo tras tomar tierra con el arca. En consecuencia, Noé maldijo a su vástago y a toda su descendencia, siendo enviado a África para repoblar este territorio tras el diluvio. Es por esto que durante la Edad Media la raza africana fuese considerada maldita. Según la tradición, el mayor de los tres magos sería Melchor, cuyo título proviene de la raíz «malki-or» (rey de la luz) ya que era designado como el monarca de los persas. Tal vez por eso se le atribuye el color blanco. Por su parte Gaspar suele representarse con el pelo rubio, pelirrojo o castaño y su nombre proviene del hebreo «ghaz», pero también del persa antiguo «kansbar» que, en ambos casos, significa «tesorero». El tercero de los nombres, Baltasar, es originario del Imperio Asirio y es una traducción de las palabras «Belio-šarru-usur» que vienen a significar «Dios protege el Rey». Como dato curioso, en el siglo XV, un obispo italiano llamado Petrus de Natalibus fijó que Melchor tenía sesenta años, Gaspar cuarenta y Baltasar veinte. Sea como fuere, sus supuestos restos pueden visitarse hoy en la catedral de Colonia (Alemania), tras ser traídos desde Milán por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico Barbarroja en 1164. Anteriormente los cuerpos habían estado depositados en Saba (península arábiga) y Constantinopla (actual Estambul).

Sepulcro de los Reyes Magos. Catedral de Colonia (Alemania)

El cuarto rey mago

En cuanto a las historias que mencionan a un cuarto rey mago llamado Artabán —el clérigo presbiteriano estadounidense Henry Van Dyke las recogió en The Other Wise Man en el año 1896—, estas proceden de la tradición oriental, y sitúan al personaje como un miembro de la casta sacerdotal de los Medos y los Persas, emparentándole con Darío I y Jerjes I —este último famoso por su triunfo ante los 300 espartanos en la batalla de las Termópilas—. Según un manuscrito descubierto en los Altos del Golán, Artaban habría decidido reunirse con Melchor, Gaspar y Baltasar en Borssipa, una ciudad antigua de Mesopotamia, desde donde iniciarían el viaje para adorar al Mesías. Al igual que los otros portaban sus célebres regalos —oro, incienso y mirra—, el cuarto rey optó por un conjunto de piedras preciosas, si bien jamás llegó a encontrarse con sus compañeros. Y es que Artabán se topó en su camino con un anciano enfermo y sin dinero al que decidió ayudar, llegando tarde a Belén y no viendo siquiera al Niño. Con el solo propósito de conocerlo, el cuarto mago comenzó su larga búsqueda, sumergiéndose en una serie de episodios de solidaridad, que le impulsaron a ayudar a todos aquellos que se lo solicitaban a través de los pueblos que cruzaba. Algo que provocó que su cargamento de piedras preciosas fuese menguando poco a poco. Así fueron pasando los años y finalmente, tras más de tres décadas de búsqueda, por fin pudo contemplar, muy a su pesar, la crucifixión de aquel hombre al que llamaban Mesías. Dispuesto a ofrecerle la última joya antes de su fallecimiento —un magnífico rubí—, el persa presenció cómo una mujer era llevada a la plaza para ser vendida como esclava. Hecho que le movió a entregar la piedra a su desesperado padre para que comprase su libertad. Triste y desconsolado, se sentó bajo el pórtico de una vieja casa, mientras Cristo expiraba en la cruz y la tierra temblaba. Entonces escuchó la voz del Señor que le decía: «tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste». Agotado, Artabán preguntó: «pero Señor, ¿cuándo hice yo esas cosas?». Y Jesús le respondió: «todo lo que hiciste por los demás lo has hecho por mí, por lo que hoy estarás conmigo en el reino de los cielos…».

Este libro de 1896 recoge la leyenda de Artabán