Concha Velasco encabeza el reparto de «El funeral», una comedia de tintes sobrenaturales en la que se interpreta a sí misma y que podría suponer su despedida de los escenarios. La dirige su hijo Manuel M. Velasco y podrá verse hasta el 10 de marzo en el Teatro Lope de Vega
Dicen que no hay dos sin tres, y si febrero nos trajo el velatorio de Lola Herrera en Cinco horas con Mario, y poco después La Cubana nos hizo reír desmitificando la muerte en Adiós Arturo, no podíamos rematar este invierno negro, negrísimo —teatralmente hablando, claro—, sino asistiendo al estreno hispalense de El funeral, última incursión teatral de la irrepetible Concha Velasco. Un título cuya producción viene avalada por Jesús Cimarro y Pentación Espectáculos y que, además de la mencionada actriz, cuenta en su reparto con Jordi Rebellón, popular gracias a series de televisión como Médico de familia y Hospital Central, y los jóvenes Irene Gamell, Irene Soler y Emmanuel Medina. Un elenco solvente y deseoso de agradar que, no quepa duda, orbita en torno a la gran dama protagonista. Y es que a nadie escapa el hecho de que doña Concha, y solo doña Concha, es la responsable de que El funeral sea la primera obra de la temporada en colgar el cartel de «No hay localidades» en el Teatro Lope de Vega, el día de su puesta de largo. Un logro al alcance de muy pocos, pese a haber desfilado por estas tablas actores de la talla de José María Pou, Ana Fernández o Juan Echanove. Dicho esto, hemos de reconocer que la premisa de El Funeral, sobre las exequias de una prestigiosa intérprete de nuestro país —un remedo de la propia Velasco, como es de suponer— atrae y engancha desde el primer instante. A ello contribuye el hecho de que, ya incluso antes de iniciarse el espectáculo, parte de los espectadores puedan acceder al escenario a presentarle sus respetos e incluso escribir en el libro de firmas —algo divertido por lo inhabitual—; que sus «nietas» los reciban con simpatía o que el cadáver expuesto sea un calco de la verdadera actriz. A esto se une la llamativa escenografía de Asier Sancho, el vestuario acorde de Ion Fiz o la música de Juan Cánovas. En suma, un cóctel diseñado para conquistar al respetable y hacerle desconectar durante una hora y media.
La magia de Sevilla
Y lo cierto es que la platea disfruta en cierto modo del experimento, ríe los chistes en boca de los actores y se deja llevar por la atmósfera sobrenatural ideada por Manuel M. Velasco, pero de un modo demasiado automatizado. Ni siquiera la gran reina de la función consigue alterar esta sensación, y el producto, cuya fragilidad procede del texto, deriva hacia lo pueril, derrapa en sus intenciones y a punto está de arruinarse. Es el público, con su leal devoción hacia la artista, el responsable de que este barco no termine por hundirse del todo. O lo que es lo mismo, es su pasión por esta mujer casi octogenaria, una leyenda viva a la que debemos tanto, el motor de El funeral desde que se apagan las luces. Son sus sonrisas el aceite, sus palmas el combustible y su aliento la brújula con la que se orienta en el mar de sus defectos. Y es que, pese a la elegancia de Jordi Rebellón, el pundonor de las Irenes, la chispa de Medina y la colaboración de Buenafuente —su presencia virtual es un soplo de aire fresco—, poco podemos rescatar de un espectáculo creado por y para despedir a su protagonista a lo grande, y que sin embargo se empeña en todo lo contrario. Quizás por esto, a lo largo de noventa largos minutos, la gente lleva en volandas a Concha Velasco, se esfuerza en que se sienta como en casa, se deshace en elogios hacia su figura y se traga lo que les cuenta como un niño de tres años. Esa es la magia del teatro. Esa es la magia de Sevilla. Dicho lo cual, y si tiene ocasión de leer estas líneas, siga el ejemplo de Miguel Ríos y despídase dos o tres veces más, doña Concha. Estaremos encantados de volverla a ver en el rol de Santa Teresa, Filomena Marturano o Palmira Gadea, aunque sea en formato monólogo. Yo mismo me ofrezco a escribirle un texto, si es preciso. Pero no se vaya de esta forma. Haga caso a esa letra de los Amigos de Gines que dice «No te vayas todavía. No te vayas, por favor», y despídase como merece. Se lo agradecerá la profesión. Y, sobre todo, se lo agradecerá su hijo.