La serie del año se emite en Netflix y se titula «La maldición de Hill House». Una extraordinaria vuelta de tuerca al género de terror fruto del talento de Mike Flanagan. Sus diez capítulos no solo cautivan a los espectadores de medio mundo, sino que pueden hacer historia en la próxima edición de los Emmy
Antes de comenzar este artículo he de confesar que no me considero un seriéfilo. Muy al contrario, y exceptuando aquellos fenómenos que han jalonado nuestra cultura durante las últimas décadas —sirvan como ejemplo Expediente X, Perdidos, o la más reciente Juego de Tronos—, han sido pocos los títulos que han logrado cautivarme de principio a fin. Y es que, por lo general, suelo ser bastante perezoso a la hora de engancharme a una ficción de la pequeña pantalla; especialmente cuando esta se alarga durante largas temporadas. De ahí que, además de haberme perdido auténticas obras maestras, no esté autorizado para hablar con propiedad de este formato. Sin embargo, si me he atrevido a opinar sobre La maldición de Hill House, es porque considero que va a marcar un antes y un después en la forma de entender no solo el género de terror, sino las series de televisión en general. Para empezar, su responsable se llama Mike Flanagan y nació en 1978 —al igual que un servidor— en la localidad de Salem (Massachusetts), un lugar marcado en rojo en la historia trágica de los Estados Unidos. No hace falta referir los célebres juicios acaecidos allí entre 1692 y 1693, y que le valieron el sobrenombre de «Ciudad de las Brujas», como tampoco es necesario incidir en la carrera de un director reconocido por sus filmes de terror —desde Absentia y Hush a la más comercial Ouija, el origen del mal—, pero que hasta hace poco tenía escaso feeling con el mainstream. Lo que sí debemos dejar claro es que, por su lugar de nacimiento y su corta o larga trayectoria, Flanagan parecía estar predestinado a firmar un producto como The Haunting of Hill House, título original de la serie estadounidense que le puede lanzar al estrellato y elevar su caché hasta cotas inimaginables. Algo que ya ocurriera con los hermanos Duffer, responsables del anterior fenómeno de Netflix, Strangers Things.
Una familia de siete miembros
¿Y qué tiene de especial esta serie de terror de diez capítulos frente a cualquiera de las muchas que pueblan nuestra pequeña pantalla? Pues que partiendo de una premisa clásica, las casas encantadas, nos ofrece un material tan artístico, metafórico y elevado que trasciende al propio género donde se enmarca. Su argumento arranca a inicios de los años noventa y versa sobre una familia de siete miembros —los Crain—, cuyo cabeza de familia adquiere una vieja mansión con idea de restaurarla. Tanto él como su esposa pretenden ocuparla el tiempo justo para ponerla en valor y venderla posteriormente, si bien las cosas no salen como esperan. Repleta de humedades e impregnada de secretos, sus paredes golpean trágicamente a uno de los miembros del clan, trocando el destino de los otros para siempre. Veinticinco años después, y con los hijos ya adultos, una nueva desdicha vuelve a reunirlos, obligándolos a enfrentarse a unos fantasmas que ya creían olvidados y que ahora regresan para devorarlos. Y es que, como bien explica el personaje de Steven Crain —una de las piezas fundamentales de esta vuelta de tuerca al género de fantasmas—: «El miedo es el abandono de toda lógica».
Las cinco fases del duelo
Inspirada en la novela homónima de Shirley Jackson, de la que ya se realizó una primera versión cinematográfica en 1963 titulada The Haunting, nada más aceptar el encargo, Mike Flanagan declaró que la serie sería considerablemente diferente a la obra original. Esto es, conservando el espíritu de la ficción creada en 1959, pero adaptándolo a un formato moderno y atractivo para las nuevas generaciones. Como muestra de su compromiso, el norteamericano se hizo cargo tanto del guión como de la dirección, sumándose como productor ejecutivo junto a su socio Trevor Macy —anteriormente había dirigido para la plataforma de pago Gerald’s Game, film basado en la novela de Stephen King—. El resultado es una historia dividida en diez partes que, a diferencia del material original, nos permite profundizar en todos y cada uno de los personajes de un modo afín y descarnado. Así, mientras tratan de dilucidar el misterio que esconden las habitaciones, los telespectadores se ven obligados a sumergirse en los entresijos de la familia Crain e incluso sufrir con ellos. Una manera de enfrentarse al drama pocas veces vista en televisión y que nos mueve a empatizar desde el minuto uno. De este modo, y más allá del abanico de recursos propios del género, las diez intensas horas de las que consta la serie son un brillante recorrido por las diferentes fases del duelo —teoría desarrollada por la psiquiatra suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross en 1969—, representadas por sus cinco protagonistas. A saber, el primogénito Steven Crain y sus cuatro hermanos, Shirley, Theo, Luke y Nell, quienes nos llevan de la mano por etapas como la negación, la ira, la negociación, la depresión y la adaptación; o lo que es lo mismo, Michiel Huisman, Elizabeth Reaser, Kate Siegel, Oliver Jackson-Cohen y Victoria Predetti, actores cuyas carreras no volverán jamás a ser las mismas, y que encarnan con brillantez un problema que lleva afectándonos desde que el mundo es mundo. Trauma que puede resumirse en tres términos enunciados por el personaje de Siegel (por cierto, fabulosa actriz a la par que esposa del director): «insensibilidad, soledad y oscuridad». ¿No es acaso razón suficiente para ver la serie?
Virtuosismo técnico
Pero es que además de su mirada sagaz, su hondura descriptiva y su factura impecable, La maldición de Hill House es un homenaje a los maestros del terror y el suspense, desde Alfred Hitchcock —resulta inevitable ver guiños a La Soga o Psicosis— hasta Night Shyamalan, pasando por Kubrick, Craven o Carpenter. Una delicia para los aficionados al género aderezada con el aroma del mejor drama psicológico. Y es que si por algo destaca el trabajo de Flanagan es por resistirse al etiquetado habitual de este tipo de series. Asimismo, su potente creación es una oda al virtuosismo técnico, plasmada tanto en escenas líricas que enriquecen el conjunto como en fastuosos travellings a través de los pasillos, originales puntos de vista que permiten entrar y salir a todo tipo de fantasmas, así como planos secuencia que recuerdan al mejor cine de autor —a este respecto, el capítulo seis, Two Storms, es memorable—. Si buena es la fotografía, mejor aún resulta el montaje, dando como resultado una obra rotunda y casi perfecta, a la que únicamente puede achacársele un exceso de metraje y un ritmo algo lento en determinadas secuencias. Fallos que no empañan el trabajo de su elenco adulto —a los ya mencionados hay que sumar unos excelentes Henry Thomas y Timothy Hutton en el rol del patriarca Hugh Crain, y una preciosa e inolvidable Carla Gugino en el de la madre— y mucho menos el de los menores, con la pequeña y talentosa Violet McGraw como punta de lanza. En suma, La maldición de Hill House es ya, por méritos propios, la serie del año y una de las grandes aspirantes a los Premios Emmy. Y no lo digo yo, sino la crítica especializada y el más de medio millón de espectadores que han tenido a bien aplaudirla, concediéndole un 9 de nota media en IMDB y convirtiéndola en una de las más valoradas de todos los tiempos.