¿Cuáles son los títulos más representativos del universo configurado por el teatro que nos emociona y nos atrae a partes iguales? Esta es la segunda y última parte del análisis

 

EL AVARO

Nuestro país vecino cuenta entre sus filas con uno de los grandes comediógrafos de todos los tiempos, Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, quien posiblemente sea su autor más interpretado. Actor, director y creador de títulos tan reconocidos como Tartufo, Don Juan, El enfermo imaginario o El burgués gentilhombre, se cree que heredó su afición de sus tíos, quienes lo llevaban a menudo al teatro. De su incontestable éxito en vida hay que destacar que Luis XIV lo nombró responsable de las diversiones de la corte en 1664. Con El Avaro, inspirado en la comedia clásica La Aulularia, de Plauto, Molière demuestra su perfecta maestría en la escritura teatral. La trama nos presenta a Harpagón, viudo y terriblemente avaro, que pretende desposar a su hija Elisa con Anselmo, viejo y rico, dispuesto a tomarla sin dote. Pero esta se quiere casar con Valerio, un joven que ha conseguido entrar en la casa familiar contratado como intendente. Como es de suponer, en su propuesta, Molière utiliza todos los resortes del humor: desde el personaje cómico de Harpagón a lo divertido de la situación —toda la obra es un completo fingimiento— pasando por la hilaridad de las palabras y los gestos, heredados de la farsa y del baile, que el autor conocía muy bien. En suma, un erudito pasatiempo «contado de una forma tan sencilla que podría servir para un guiñol en un parque (…) contado de una forma tan profunda y sabia que revela toda la verdad sobre nuestros miedos», según José Ramón Fernández.

 

CASA DE MUÑECAS

Nora Helmer, felizmente casada con Torvaldo, vive una vida aparentemente perfecta, pero con un terrible secreto. Una deuda que contrajo con Krogstad para proteger a su marido, y que será utilizada por este como chantaje para controlarla. Con el tiempo, Nora descubrirá a través de la reacción de su marido, su función dentro de la sociedad y el núcleo familiar, y tomará una decisión… Con este argumento, ambientado en la Noruega de finales del XIX, Henrik Ibsen dio a luz la considerada «primera verdadera obra teatral feminista», y uno de los textos más aplaudidos y analizados de la historia. La corrupción, la alienación económica, la descomposición de las estructuras de organización tradicional, lo absurdo de la justicia y las diferencias de clase, dan consistencia y rigor a esta obra, convirtiendo a Nora en una auténtica heroína. Pero más allá de sus reivindicaciones, Casa de muñecas es una invitación a tomar decisiones, a reaccionar. De ahí que su protagonista sea un icono del teatro, ya no solo por enfrentarse a una serie de hombres que no la valoran, sino a toda una concepción del mundo. Como cabía esperar, el texto de Ibsen provocó una importante controversia en Europa al romper con todos los cánones del teatro hecho hasta entonces —el foco del drama se centraba esencialmente en el personaje protagonista más que en la historia tejida a su alrededor—. Pero ello no fue óbice para su triunfo a lo largo del tiempo. Y es que solo por disfrutar de su final, uno de los más hermosos de la historia de la literatura, merece la pena descubrirla.

 

LA GAVIOTA

«Se me ha ocurrido, de pronto, un argumento. A la orilla de un lago, desde la infancia vive una joven. Esta joven ama el lago y es feliz y libre como la gaviota…; pero un día… de modo casual… llega un hombre, la ve y, por hacer algo, la mata… como mataron a la gaviota». Con estas palabras, el escritor en la ficción Trigorin, revela algunas de las claves del texto escrito en 1896 por Antón Chéjov y estrenado bajo el título de La gaviota. Una obra con la que el autor de Tío Vania rompió los moldes que habían petrificado al teatro en el siglo XIX y, en palabras de Jaime de Armiñán, «metió la vida y la literatura misma». Por esta razón, resulta difícil encuadrar a esta hermosa creación —primera de las cuatro obras maestras del dramaturgo de Taganrog — en un único género. Y es que, por encima de todo, las obras de Chéjov son un reloj en cuanto a precisión y suma de engranajes, y esta de La gaviota, la más escenificada y querida. Esto puede deberse a la universalidad de los temas que toca —el deseo, principalmente—, a las escenas ricas en subtexto o la atmósfera laberíntica. De ahí que el mismísimo Stanislavsky, uno de los grandes revolucionarios del teatro moderno, lograse un enorme éxito al representarla en la Rusia Imperial. Desde entonces, este bello melodrama no ha dejado de subirse a los escenarios de todo el mundo, poniéndolo rostro a sus personajes figuras de la interpretación como Meryl Streep o Vanessa Redgrave.

 

ESPERANDO A GODOT

Según un juicio unánime, Esperando a Godot es la más importante creación del teatro del absurdo. Una corriente desarrollada durante las décadas de 1940-1960, en la que las tramas parecían carecer de significado, y cuyo objetivo era cuestionar a la sociedad y al hombre mediante el disparate y la aparente incoherencia. En esta línea cabe destacar, además de nuestro autor —el Nobel de Literatura Samuel Beckett—, a Adamov, Genet o Ionesco; creadores cuya característica común era el uso de la metáfora poética como un medio para proyectar sus más íntimos estados. En el caso de Esperando a Godot, estrenada en París en 1953, algunos críticos han querido ver un cántico a la omnipotencia de la ternura humana, la cual sustituiría a esa especie de ‘redentor’ que nunca aparece. Y es que las alusiones del personaje central, Estragón, a la Biblia y a Tierra Santa, la descoyuntada descripción que de los dos ladrones del Gólgota hace su compañero VIadimiro, o el largo parlamento de Lucky sobre el Dios personal, «muestran con evidencia la índole y la radicalidad del desvalido desengaño en que viven», según el ensayista Laín Entralgo. De este modo, Beckett parece decir a sus espectadores: «Sois vosotros los que esperáis a Godot». Esta idea se potencia con la ruptura de la cuarta pared, por la cual sus protagonistas parecen saber, o al menos sospechar, que son actores que están representando una pieza teatral. De ahí que el público se involucre, pese a su extrañeza, en el corazón de la no-trama.

 

MUERTE DE UN VIAJANTE

Finalizamos nuestro listado con Arthur Miller, quien fuese elegido ‘mejor dramaturgo del siglo XX’ por el Royal National Theatre de Londres, tras una votación en la que participaron ochocientas personas directamente relacionadas con el oficio. Un autor conocido por su intenso activismo político y social que no dudó en arremeter contra la deshumanización de la vida estadounidense, aproximarse al marxismo —y más tarde denostarlo— u oponerse a la caza de brujas de McCarthy. Y todo ello desplegando un don innato para la crítica escénica que le valdría premios tan importantes como el Laurence Olivier, el Premio de la Crítica o el Príncipe de Asturias. En este sentido, escoger una sola obra del genio de Nueva York resulta una temeridad —desde Las brujas de Salem a Panorama desde el puente, su trayectoria es envidiable—, pero en nuestro caso nos inclinamos por Muerte de un viajante, texto que lo catapultó a la fama y le permitió obtener el Pulitzer en 1949. Drama que nos revela las intimidades de una familia de clase media estadounidense, en la década de los cuarenta, en la que Willy Loman, patriarca protagonista, arrastra a los suyos a un final funesto, tras una espiral de recuerdos, anhelos y fantasías insatisfechas. Así, Muerte de un viajante se erige como una obra sencilla en sus formas y maestra en el fondo; pues, como afirma el crítico José Luis Alvarado: «Raramente puede encontrarse en una misma obra de teatro temas tan difíciles de abordar como el sentido de la vida, las relaciones familiares, el amor conyugal y el paso del tiempo, con semejante brillantez».