Cuatro décadas después de su estreno, Lola Herrera y Josefina Molina se dan la mano para recuperar la mítica «Cinco horas con Mario». Un retrato agudo de las dos Españas que, pese a alumbrarse en el Franquismo, no ha perdido un ápice de interés. Hasta el 10 de febrero en el Teatro Lope de Vega

«Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que lleva diciendo desde la mañana (…)». Así comienza el texto original de Cinco horas con Mario, una de las obras cumbre de Miguel Delibes —ese autor al que le negaron el Nobel de Literatura— y un retrato atinadísimo de la España de los sesenta que, trece años después de su publicación, fue llevado a los escenarios con enorme éxito. De la obra literaria podríamos decir muchísimas cosas, como que los primeros críticos la redujeron a un discurso maniqueo, o que el personaje que se menciona en el título está inicialmente inspirado en un gran amigo del autor, el también escritor José Jiménez Lozano. Sin embargo, al analizar la figura entre cómica y patética de Mario Díez Collado, encontramos algo mucho más jugoso: nada menos que una réplica transparente y un irónico autorretrato del propio Delibes, que él mismo confirmaba con las siguientes palabras: «de Pepe, creo que tiene los principios, y de mí la superficialidad». Toda una declaración de intenciones.

 

Oficialismo y esencialidad

 

Si bien Mario es el personaje central de la historia, concebido por el autor vallisoletano como un catedrático de instituto, honesto, íntegro y sensitivo, que a la vez es periodista polémico, novelista sin éxito y cristiano comprometido de ideas progresistas, la verdadera protagonista es su esposa, Carmen Sotillo. Una mujer típica de la clase media provinciana, de buena familia venida a menos, aferrada a las ideas tradicionales, de carácter intolerante, exagerados prejuicios y convicciones religiosas muy arraigadas. Es decir, una persona iletrada, que por su mentalidad, carácter y educación es la antítesis misma de Mario, así como la perfecta personificación del ‘quiero y no puedo’. Esta es la razón por la que Menchu ha vivido resignada e insatisfecha a lo largo de veintitrés años de matrimonio; período durante el cual, pese a haber sido incapaz de comprender a su pareja, se ha esforzado en cumplir con sus deberes maritales proporcionándole una descendencia de cinco hijos. Baste como ejemplo que cada uno de los veintisiete capítulos de los que consta el volumen están encabezados por versículos de la Biblia, los cuales, en boca de Menchu, constituyen un índice fidelísimo de las preocupaciones morales y religiosas de Mario que, sin embargo, ella jamás acierta a comprender. Pero más allá de las luces y sombras de la ¿novela? —aún hay expertos que dudan de su naturaleza, pese a ser una de las grandes creaciones de Delibes junto a Los santos inocentes, Las ratas o El camino— es necesario subrayar que Cinco horas con Mario forma parte de la cultura popular de nuestro país por obra y gracia de su versión escénica. Un proyecto que tomó forma en 1979 gracias al productor José Sámano y la directora Josefina Molina, y que marcó un antes y un después en la manera de entender el teatro. Y me explico. A partir de la asombrosa interpretación de Lola Herrera —actriz protagonista del espectáculo original y de varias reediciones del mismo a lo largo de cuatro décadas—, varias generaciones de españoles, independientemente de su cultura, edad y sexo, identifica el monólogo dramático con Cinco horas con Mario, y viceversa. Algo que sin duda se reforzó en 1981, coincidiendo con el estreno de Función de noche, película inspirada en el montaje teatral, y que elevó el producto a unas cotas inimaginables de popularidad; sobre todo tras conocerse los problemas «reales» entre la propia actriz y su marido, el también intérprete Daniel Dicenta.

 

Cuarenta años después

 

Pues bien, cincuenta años después de que viese la luz el clásico contemporáneo, Pentación Espectáculos trae a Sevilla el que es, sin duda, el velatorio más famoso de la historia del teatro español. Y lo hace por la puerta grande. Esto es, recuperando a las responsables de su estreno en 1979 —Natalia Millán haría una nueva versión en 2010—, conservando el estilo y la atmósfera irrepetible del texto original, y dotándolo de las pinceladas necesarias para conquistar a los espectadores de hoy; a saber, música de Luis Eduardo Aute, dirección de producción de Nur Al Levi y fotografía y vídeo de Daniel Dicenta Herrera —todo queda en familia—. ¿Y en que se diferencia esta Menchu de la que pisara las tablas del Lope de Vega en 2002? Pues, como es lógico suponer, en la sabiduría acumulada por Lola Herrera a lo largo de sesenta años de profesión y cuarenta de diálogo con el personaje —hay momentos en que su Menchu llega a asustar por lo realista—; en el distanciamiento de su propia historia de amor/desamor con Dicenta —este falleció en septiembre de 2014— y especialmente en las reacciones de cierta parte del público. Un asunto que merece capítulo aparte y que, para bien o para mal, no solo atañe a este espectáculo, a esta sala y a esta ciudad, sino al devenir de la cultura actual. Baste decir que el espectador medio de los años setenta, ochenta, e incluso noventa, estaba acostumbrado a convivir con los equivalentes reales de Mario y su esposa, había sufrido experiencias similares en casa y se había pasado la infancia y juventud oyendo reproches calcados a los de Delibes. Y además de todo esto, sabía escuchar y comportarse en un teatro. Mientras que nuestros millenials ven la historia como una anécdota o conflicto lejano propio de otros tiempos, con todo lo que eso conlleva. Quizás por ese motivo, la crónica que acaban de leer no debería firmarla yo, sino la propia Herrera, pues la auténtica catarsis —o mejor la ausencia de esta— se vivió en el patio de butacas entre sonidos de móviles, recitales de toses y risas a destiempo. Un auténtico despropósito.